Los bienes
culturales en la responsabilidad del Estado Carlos Lara G.
Hace un par de días vi
una película de reciente producción, titulada The Bookshop. Narra la historia de una perseverante mujer, Florence
Green (Emily Mortimer), en su afán por abrir una librería en un pueblo de la
costa inglesa de los años cincuenta, de nombre Hasrbourough. Un sueño que
compartía con su esposo, fallecido en la guerra, un sueño que tropieza con los
intereses personales y comerciales de la señora Violet Gamart (Patricia Clarkson),
quien con su dinero y relaciones dictaminaba los destinos del pueblo. Obsesionada
por adquirir el inmueble donde se establecería la librería, movilizó sus
influencias para hacer de todo, incluso empujar la primera ley en el parlamento,
que permitía al gobierno expropiar los inmuebles con valor e interés histórico,
entre los que se encontraba el de la librería. Las declaratorias que reconocen
la relevancia histórica o artística de un bien cultural, son de suyo una
limitación de la propiedad, pero cuando se fulanizan por intereses personales o
comerciales, pueden generar un verdadero perjuicio.
Muchos de los problemas
que enfrentan los bienes culturales en la actualidad se deben al diseño y
aplicación de una legislación inadecuada. Si bien la legislación cultural ha
venido avanzando, no termina de haber consenso en la terminología básica. En
México legislación separa el patrimonio cultural en arqueológico, prehispánico, histórico y artístico. Establece
periodos, y en el caso del patrimonio paleontológico no existe declaratoria
mediante la cual se pueda proteger y preservar. Por otro lado, nos seguimos
guiando por el concepto de monumento, más que por el de bien cultural,
patrimonio histórico o patrimonio cultural. El término “Monumento” que, parecía entrar
en desuso hace unos años como término que designaba manifestaciones producto de
las culturas pasadas, según señala Ernesto Becerril Miró en su estudio El derecho del patrimonio
histórico-artístico en México (2003). El argumento era que dicho concepto
connota materialidad y grandiosidad en cuanto a tamaño, por lo que se proponía
adoptar los términos “bienes culturales” o bien, patrimonio cultural, así, en general, por
representar una visión más amplia y determinar valores histórico-artísticos de
forma más objetiva; además de que ambos abrazan lo tangible como lo
intangible.
Contrario a esto, lo
que se ha hecho en los últimos años, es adoptar una cantidad, en ocasiones absurda,
de modalidades que van más allá del patrimonio material e inmaterial, es el
caso del patrimonio natural, subacuático, homínido, ambiental, industrial, ferroviario,
insular… Con lo fácil que sería hablar de bienes culturales, patrimonio
cultural o patrimonio histórico. El especialista Marcos Vaquer
Caballería, en su magnífica obra Estado y
cultura: la función cultural de los
poderes públicos en la Constitución española, señala que la noción misma de
patrimonio cultural inmaterial es equívoca, debido a que la definición de la
categoría presume la posibilidad de contraponerlo a un patrimonio cultural
material, cuando lo correcto sería asumir el patrimonio cultural como
patrimonio de cultura, y por tanto, como forma y no materia. Recomienda por
ello, como la mejor doctrina jurídica al respecto, la italiana de los bienes
culturales, así adoptada desde su planteamiento científico por Massimo Severo
Giannini.
Debemos
recordar que fue la propia Organización de las Naciones Unidas para la
Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO), quien acuñó el término,
concretamente en la Convención de la Haya para la Protección de los Bienes
Culturales en caso de Conflicto Armado (1954), que en su artículo 1º estableció:
“se consideran bienes culturales, a) cualquiera que sea su origen o
propietario, los bienes muebles e inmuebles que tengan una gran importancia
para el patrimonio cultural de los pueblos…; b) los edificios cuyo destino
principal y efectivo sea conservar y exponer los bienes culturales muebles
definidos …; c) los centros que comprendan un número considerable de bienes
culturales definidos en los apartados a) y b) que se denominarán centros
monumentales”. A partir de ese momento, comenzó a ser referencia a nivel
internacional en todos los documentos del organismo; hoy hasta jurisprudencia hay
como el mismo Vaquer señala. A este respecto Javier García Fernández, en ese
profundo trabajo Estudio sobre el derecho
del patrimonio histórico, apunta que la protección material de los bienes
culturales se efectúa mediante instrumentos técnicos destinados a evitar su
deterioro, por lo que la intervención de los poderes públicos del Estado en
esta tarea, es la de asegurar el mantenimiento de las cualidades físicas que
permiten reconocer ese bien es su integridad y facilitar su disfrute sin riesgo
de degradación o destrucción. El citado autor recomienda
ver el trabajo de Ignacio González Vargas, Conservación
de bienes culturales, teoría, historia, principios y normas. Madrid:
Cátedra).
Ahora
bien, bajo mi punto de vista, conviene ceñirse a una definición jurídica, y
para ello, recurro al magistrado Jaime Allier Campuzano, quien en su ensayo Derecho patrimonial cultural mexicano, señala
que para poder tener una concepción unitaria del bien cultural debe adoptarse una
postura flexible, acorde a lineamientos de la teoría de los llamados “intereses
difusos” también conocidos como intereses sociales, los cuales dice: “rebasan
el ámbito de la esfera privada para salvaguardar valores o intereses de
carácter social y cuya defensa operaría por medio de una acción popular, de tal
forma que se abra una importante ampliación de la legitimación procesal activa
para defender unos intereses que no pueden considerarse de una persona o grupo”.
Al
hablar de la función social de la propiedad privada de los bienes culturales, Allier
Campuzano señala que en la titularidad privada de bienes muebles o inmuebles de
valor cultural, nos referimos a bienes de los que se predica una titularidad o
disfrute compartidos con el resto de la sociedad, e incluso de la humanidad,
por contener un valor considerado de interés para la memoria y el presente de
la historia cultural de las mismas. Se trata de elementos de identidad cultural que el Estado a través
de una política cultural utiliza para la recreación de dicha identidad.
Precisa además que es la propia naturaleza del bien
cultural la que dicta su utilidad y destino, mismos que limitan la posesión del
titular por la función social que la misma cumple en atención a sus
características o propiedades. En ese sentido la afirmación de los especialistas
Guillermo Orozco y Alonso Pérez, en su interesante y enriquecedor trabajo
titulado, Tutela Civil y Penal del
Patrimonio Histórico, Cultural y Artístico, ayuda a aclarar lo señalado, al
reconocer que el titular diligente será aquel cuyo derecho se ejercita de
acuerdo con las coordenadas que la sociedad y la naturaleza del bien le dictan.
Estamos entonces ante lo que se reconoce como bienes tutelados, debido a que
comportan un valor que los hace estar vinculados a la comunidad, por lo que
“pertenecen” a un patrimonio social independientemente de su titularidad
privada.
Son lo
que en derecho civil se denomina bienes de “disfrute compartido”, por tanto
comporta un régimen específico, graduado en función de su relevancia y cuyo
acceso de parte de la sociedad deberá estar armónicamente coordinado entre las
áreas de gobierno correspondiente y las distintas posibilidades de utilización,
aprovechamiento y disfrute. Esto es, su finalidad como bien cultural y su
rendimiento como bien económico. Es así
como la legitimidad de la custodia de la nación sobre los monumentos
culturales, como señala Miriam Grunstein en Los
arrebatos del arte, los bienes culturales entre la pasión privada y el interés
público, se sostiene sobre el eje de los beneficios recíprocos. Apunta que
la tutela pública en que el interés particular se supedita a las ganancias de
todos, la voluntad colectiva de la nación debe pesar sobre los intereses
mezquinos. Estar bajo las alas protectoras de la matrona de la cultura, que es
la nación, ofrece para Grunstein el beneficio de que al estar dentro o fuera de
los lindes más restrictivos del comercio, no estarían expuestos a los intereses
de los particulares que pudieran poner en riesgo tanto su integridad física, pero
sobre todo, su disponibilidad pública. Por tanto, por gravoso que pudiera ser
para el Estado la tutela de sus monumentos, está moralmente obligado a afrontar
cualquier costo, desde el impulso de acciones positivas para fortalecer el
principio de progresividad, hasta la adquisición de los bienes. Siempre será
mejor que echarlos a las mareas del mercado, como señala Grunstein.
Es el Estado quien debe regular esa pasión privada y ese interés
público de los bienes culturales que da pábulo a la explotación, y no propiamente
a su aprovechamiento. El aprovechamiento representa aquí una alternativa
sustentable en los términos planteados por Teixeira Coelho, mediante principios
como el de inmutabilidad relativa,
que garantiza, por una parte, el aprovechamiento (y no la explotación) de un
bien cultural, y que éste no se convierta en una expropiación para los dueños y
residentes de una localidad depositaria de dichos bienes, en un afán por adaptarlos
al turismo, o bien, a intereses privados.
Es por
ello que el derecho social a la cultura requiere aplicar su normatividad
protectora en el sentido más favorable a los fines de la conservación de los
bienes culturales, por el valor que representan, ya que dicho valor es generador
de cohesión y fortalecimiento del lazo social, así como el elemento que recrea la
identidad cultural de una comunidad. Es por ese valor cultural, que lo
inmaterial de un bien, pongamos por caso un edificio, genera la recuperación
material del mismo.
Dicho lo
anterior, diversos autores coinciden en que los bienes culturales son aquellos
muebles, inmuebles o intangibles que poseen un valor o relevancia que por sus
connotaciones arqueológicas, artística, históricas, etc., son merecedores de
tal reconocimiento, y por tanto dignos de ser titulados por la normatividad que
los regula, independientemente de quien sea su titular o poseedor, y sin que exista
necesariamente una declaración administrativa al efecto. Aunque bajo mi punto
de vista, para efectos de hacer valer, tanto en el derecho constitucional (de
acceso a la cultura) como el administrativo, civil y penal, más concretamente el
interés jurídico y legítimo de particulares y ciudadanos, es necesaria la
declaratoria administrativa.
El final
de la cinta The Bookshop pudo haberse
evitado. No diré más. Queda la reflexión en torno al papel que debe desempeñar
el Estado en la regulación de la pasión privada y el interés público que
suscitan los denominados bienes culturales.
No hay comentarios:
Publicar un comentario