sábado, 18 de agosto de 2018

Los bienes culturales en la responsabilidad del Estado

Los bienes culturales en la responsabilidad del Estado Carlos Lara G. 
Hace un par de días vi una película de reciente producción, titulada The Bookshop. Narra la historia de una perseverante mujer, Florence Green (Emily Mortimer), en su afán por abrir una librería en un pueblo de la costa inglesa de los años cincuenta, de nombre Hasrbourough. Un sueño que compartía con su esposo, fallecido en la guerra, un sueño que tropieza con los intereses personales y comerciales de la señora Violet Gamart (Patricia Clarkson), quien con su dinero y relaciones dictaminaba los destinos del pueblo. Obsesionada por adquirir el inmueble donde se establecería la librería, movilizó sus influencias para hacer de todo, incluso empujar la primera ley en el parlamento, que permitía al gobierno expropiar los inmuebles con valor e interés histórico, entre los que se encontraba el de la librería. Las declaratorias que reconocen la relevancia histórica o artística de un bien cultural, son de suyo una limitación de la propiedad, pero cuando se fulanizan por intereses personales o comerciales, pueden generar un verdadero perjuicio.

Muchos de los problemas que enfrentan los bienes culturales en la actualidad se deben al diseño y aplicación de una legislación inadecuada. Si bien la legislación cultural ha venido avanzando, no termina de haber consenso en la terminología básica. En México legislación separa el patrimonio cultural en arqueológico, prehispánico, histórico y artístico. Establece periodos, y en el caso del patrimonio paleontológico no existe declaratoria mediante la cual se pueda proteger y preservar. Por otro lado, nos seguimos guiando por el concepto de monumento, más que por el de bien cultural, patrimonio histórico o patrimonio cultural. El término “Monumento” que, parecía entrar en desuso hace unos años como término que designaba manifestaciones producto de las culturas pasadas, según señala Ernesto Becerril Miró en su estudio El derecho del patrimonio histórico-artístico en México (2003). El argumento era que dicho concepto connota materialidad y grandiosidad en cuanto a tamaño, por lo que se proponía adoptar los términos “bienes culturales” o bien,  patrimonio cultural, así, en general, por representar una visión más amplia y determinar valores histórico-artísticos de forma más objetiva; además de que ambos abrazan lo tangible como lo intangible.  

Contrario a esto, lo que se ha hecho en los últimos años, es adoptar una cantidad, en ocasiones absurda, de modalidades que van más allá del patrimonio material e inmaterial, es el caso del patrimonio natural, subacuático, homínido, ambiental, industrial, ferroviario, insular… Con lo fácil que sería hablar de bienes culturales, patrimonio cultural o patrimonio histórico. El especialista Marcos Vaquer Caballería, en su magnífica obra Estado y cultura: la función cultural de los poderes públicos en la Constitución española, señala que la noción misma de patrimonio cultural inmaterial es equívoca, debido a que la definición de la categoría presume la posibilidad de contraponerlo a un patrimonio cultural material, cuando lo correcto sería asumir el patrimonio cultural como patrimonio de cultura, y por tanto, como forma y no materia. Recomienda por ello, como la mejor doctrina jurídica al respecto, la italiana de los bienes culturales, así adoptada desde su planteamiento científico por Massimo Severo Giannini.


Debemos recordar que fue la propia Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO), quien acuñó el término, concretamente en la Convención de la Haya para la Protección de los Bienes Culturales en caso de Conflicto Armado (1954), que en su artículo 1º estableció: “se consideran bienes culturales, a) cualquiera que sea su origen o propietario, los bienes muebles e inmuebles que tengan una gran importancia para el patrimonio cultural de los pueblos…; b) los edificios cuyo destino principal y efectivo sea conservar y exponer los bienes culturales muebles definidos …; c) los centros que comprendan un número considerable de bienes culturales definidos en los apartados a) y b) que se denominarán centros monumentales”. A partir de ese momento, comenzó a ser referencia a nivel internacional en todos los documentos del organismo; hoy hasta jurisprudencia hay como el mismo Vaquer señala. A este respecto Javier García Fernández, en ese profundo trabajo Estudio sobre el derecho del patrimonio histórico, apunta que la protección material de los bienes culturales se efectúa mediante instrumentos técnicos destinados a evitar su deterioro, por lo que la intervención de los poderes públicos del Estado en esta tarea, es la de asegurar el mantenimiento de las cualidades físicas que permiten reconocer ese bien es su integridad y facilitar su disfrute sin riesgo de degradación o destrucción. El citado autor recomienda ver el trabajo de Ignacio González Vargas, Conservación de bienes culturales, teoría, historia, principios y normas. Madrid: Cátedra).


Ahora bien, bajo mi punto de vista, conviene ceñirse a una definición jurídica, y para ello, recurro al magistrado Jaime Allier Campuzano, quien en su ensayo Derecho patrimonial cultural mexicano, señala que para poder tener una concepción unitaria del bien cultural debe adoptarse una postura flexible, acorde a lineamientos de la teoría de los llamados “intereses difusos” también conocidos como intereses sociales, los cuales dice: “rebasan el ámbito de la esfera privada para salvaguardar valores o intereses de carácter social y cuya defensa operaría por medio de una acción popular, de tal forma que se abra una importante ampliación de la legitimación procesal activa para defender unos intereses que no pueden considerarse de una persona o grupo”.

Al hablar de la función social de la propiedad privada de los bienes culturales, Allier Campuzano señala que en la titularidad privada de bienes muebles o inmuebles de valor cultural, nos referimos a bienes de los que se predica una titularidad o disfrute compartidos con el resto de la sociedad, e incluso de la humanidad, por contener un valor considerado de interés para la memoria y el presente de la historia cultural de las mismas. Se trata de elementos de identidad cultural que el Estado a través de una política cultural utiliza para la recreación de dicha identidad.

Precisa además que es la propia naturaleza del bien cultural la que dicta su utilidad y destino, mismos que limitan la posesión del titular por la función social que la misma cumple en atención a sus características o propiedades. En ese sentido la afirmación de los especialistas Guillermo Orozco y Alonso Pérez, en su interesante y enriquecedor trabajo titulado, Tutela Civil y Penal del Patrimonio Histórico, Cultural y Artístico, ayuda a aclarar lo señalado, al reconocer que el titular diligente será aquel cuyo derecho se ejercita de acuerdo con las coordenadas que la sociedad y la naturaleza del bien le dictan. Estamos entonces ante lo que se reconoce como bienes tutelados, debido a que comportan un valor que los hace estar vinculados a la comunidad, por lo que “pertenecen” a un patrimonio social independientemente de su titularidad privada. 


Son lo que en derecho civil se denomina bienes de “disfrute compartido”, por tanto comporta un régimen específico, graduado en función de su relevancia y cuyo acceso de parte de la sociedad deberá estar armónicamente coordinado entre las áreas de gobierno correspondiente y las distintas posibilidades de utilización, aprovechamiento y disfrute. Esto es, su finalidad como bien cultural y su rendimiento como bien económico. Es así como la legitimidad de la custodia de la nación sobre los monumentos culturales, como señala Miriam Grunstein en Los arrebatos del arte, los bienes culturales entre la pasión privada y el interés público, se sostiene sobre el eje de los beneficios recíprocos. Apunta que la tutela pública en que el interés particular se supedita a las ganancias de todos, la voluntad colectiva de la nación debe pesar sobre los intereses mezquinos. Estar bajo las alas protectoras de la matrona de la cultura, que es la nación, ofrece para Grunstein el beneficio de que al estar dentro o fuera de los lindes más restrictivos del comercio, no estarían expuestos a los intereses de los particulares que pudieran poner en riesgo tanto su integridad física, pero sobre todo, su disponibilidad pública. Por tanto, por gravoso que pudiera ser para el Estado la tutela de sus monumentos, está moralmente obligado a afrontar cualquier costo, desde el impulso de acciones positivas para fortalecer el principio de progresividad, hasta la adquisición de los bienes. Siempre será mejor que echarlos a las mareas del mercado, como señala Grunstein. 

Es el Estado quien debe regular esa pasión privada y ese interés público de los bienes culturales que da pábulo a la explotación, y no propiamente a su aprovechamiento. El aprovechamiento representa aquí una alternativa sustentable en los términos planteados por Teixeira Coelho, mediante principios como el de inmutabilidad relativa, que garantiza, por una parte, el aprovechamiento (y no la explotación) de un bien cultural, y que éste no se convierta en una expropiación para los dueños y residentes de una localidad depositaria de dichos bienes, en un afán por adaptarlos al turismo, o bien, a intereses privados.

Es por ello que el derecho social a la cultura requiere aplicar su normatividad protectora en el sentido más favorable a los fines de la conservación de los bienes culturales, por el valor que representan, ya que dicho valor es generador de cohesión y fortalecimiento del lazo social, así como el elemento que recrea la identidad cultural de una comunidad. Es por ese valor cultural, que lo inmaterial de un bien, pongamos por caso un edificio, genera la recuperación material del mismo.

Dicho lo anterior, diversos autores coinciden en que los bienes culturales son aquellos muebles, inmuebles o intangibles que poseen un valor o relevancia que por sus connotaciones arqueológicas, artística, históricas, etc., son merecedores de tal reconocimiento, y por tanto dignos de ser titulados por la normatividad que los regula, independientemente de quien sea su titular o poseedor, y sin que exista necesariamente una declaración administrativa al efecto. Aunque bajo mi punto de vista, para efectos de hacer valer, tanto en el derecho constitucional (de acceso a la cultura) como el administrativo, civil y penal, más concretamente el interés jurídico y legítimo de particulares y ciudadanos, es necesaria la declaratoria administrativa.  

El final de la cinta The Bookshop pudo haberse evitado. No diré más. Queda la reflexión en torno al papel que debe desempeñar el Estado en la regulación de la pasión privada y el interés público que suscitan los denominados bienes culturales.

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