miércoles, 11 de septiembre de 2019

El incivilizado amor a los perros


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Carlos Lara G.

Cobarde, irracional, agreste, gandalla, déspota, pelafustán… la lista de adjetivos es bastante larga para el individuo que agredió a una mujer que salió a pasear a su mascota. Todos hemos visto las imágenes que incluso, frente a las autoridades, el agresor tuvo el descaro de negar. Los adjetivos se multiplican. ¿El motivo de la agresión? Que la mujer tuvo la osadía de hollar lo que este individuo considera su calle y alterar a sus tres perros que merodeaban, sin correa, a lo largo y ancho de la misma. Sí, como hemos visto, la noble viandante que, a diferencia del pregnante gorila que la tacleó, llevaba a su mascota con correa, no hizo más que andar por la vía pública. Jamás pensó encontrarse con este orgulloso profesionista, autodenominado “The King” en su perfil de Facebook, de comportamiento tan irracional. Lo ocurrido muestra, tanto la dolorosa e imparable violencia de género, como la equivocada idea de que un perro es más que una mascota. La primera es sin duda es la más grave. La segunda ayuda a entender la saña, el odio, la maldad con la que este primate ataca a la mujer.
A menudo veo posteos en redes sociales que dicen “mi perro no es mi mascota, es mi familia”. Entiendo el mensaje como una manifestación de cariño, amor y afecto inconmesurable a estos seres vivos que suelen engastarse con facilidad en las familias, por eso es tan dolorosa su partida. Veo también legisladores a los que no les basta un reglamento, una ley, el código penal no; quieren colocar el maltrato animal en la Constitución. Su amor por estos seres, les impide distinguir entre seres humanos y seres vivos; son incapaces de ver la Constitución como depositaria de derechos fundamentales y por ello confunden el humanismo con el animalismo.
Entiendo y comparto el deseo de abolir la crueldad y el maltrato de cualquier ser vivo, pero no puedo estar de acuerdo en que se les brinde protección jurídica desde la Constitución. A lo largo de mi vida he tenido cinco perros; el día que no pude hacerme cargo de Borges, el último, decidí no tener más. Tenía claro que nunca volvería a tener uno, el sólo hecho de imaginarme ahora, acusado de abandono por más de ocho horas, me altera. Pero un día llegó a casa un agradable perro callejero y no pude más que asentir el deseo de mis hijos por quedárselo. Los vecinos habían llamado a la perrera, cuando esta llegó, Arnau salió en defensa del animal con un porfiado amor que no sé dónde se originó, diciendo que era de él, que no se lo podían llevar. Acepté la mentira y pedí que nos lo dejaran. Currito hoy vive en la cochera de casa bajo ciertas reglas que hasta el momento han sabido cumplir las partes. Es tan viejo que, en realidad vino a pasar sus últimos años de a casa, pero tiene buena calidad de vida.
Pues eso, que cada quien puede querer a su perro de la manera en que desee y pueda hacerlo. Lo que no podemos aceptar como sociedad es el malandraje y el hamponato de incivilizados vecinos que, obnubilados por el amor a sus perros, creen que ningún otro puede alterar el entorno que ellos mismos han orinado y decidido delimitar por un problema igual de lamentable: creer que las calles les pertenecen. Ni la indignación que causan las pintas en el Ángel de la Independencia, ni el incivilizado amor por los perros, deben llevarnos a la indiferencia que nos está impidiendo ver y entender realidades tan lamentables como la violencia de género y los feminicidios.


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