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Carlos
Lara G.
Cobarde,
irracional, agreste, gandalla, déspota, pelafustán… la lista de adjetivos es
bastante larga para el individuo que agredió a una mujer que salió a pasear a
su mascota. Todos hemos visto las imágenes que incluso, frente a las
autoridades, el agresor tuvo el descaro de negar. Los adjetivos se multiplican.
¿El motivo de la agresión? Que la mujer tuvo la osadía de hollar lo que este individuo considera su
calle y alterar a sus tres perros que merodeaban, sin correa, a lo largo y
ancho de la misma. Sí, como hemos visto, la noble viandante que, a diferencia
del pregnante gorila que la tacleó, llevaba a su mascota con correa, no hizo más
que andar por la vía pública. Jamás pensó encontrarse con este orgulloso
profesionista, autodenominado “The King” en su perfil de Facebook, de
comportamiento tan irracional. Lo ocurrido muestra, tanto la dolorosa e imparable violencia
de género, como la equivocada idea de que un perro es más que una mascota. La
primera es sin duda es la más grave. La segunda ayuda a entender la saña, el
odio, la maldad con la que este primate ataca a la mujer.
A
menudo veo posteos en redes sociales que dicen “mi perro no es mi
mascota, es mi familia”. Entiendo el mensaje como una manifestación de cariño,
amor y afecto inconmesurable a estos seres vivos que suelen engastarse con
facilidad en las familias, por eso es tan dolorosa su partida. Veo también legisladores
a los que no les basta un reglamento, una ley, el código penal no; quieren
colocar el maltrato animal en la Constitución. Su amor por estos seres, les
impide distinguir entre seres humanos y seres vivos; son incapaces de ver la
Constitución como depositaria de derechos fundamentales y por ello confunden el humanismo
con el animalismo.
Entiendo
y comparto el deseo de abolir la crueldad y el maltrato de cualquier ser vivo, pero no
puedo estar de acuerdo en que se les brinde protección jurídica desde la
Constitución. A lo largo de mi vida he tenido cinco perros; el día que no pude
hacerme cargo de Borges, el último, decidí no tener más. Tenía claro que nunca
volvería a tener uno, el sólo hecho de imaginarme ahora, acusado de abandono
por más de ocho horas, me altera. Pero un día llegó a casa un agradable perro
callejero y no pude más que asentir el deseo de mis hijos por quedárselo. Los vecinos habían llamado a la
perrera, cuando esta llegó, Arnau salió en defensa del animal con un porfiado
amor que no sé dónde se originó, diciendo que era de él, que no se lo
podían llevar. Acepté la mentira y pedí que nos lo dejaran.
Currito hoy vive en la cochera de casa bajo ciertas reglas que hasta el momento
han sabido cumplir las partes. Es tan viejo que, en realidad vino a pasar sus
últimos años de a casa, pero tiene buena calidad de vida.
Pues eso, que cada quien puede querer a
su perro de la manera en que desee y pueda hacerlo. Lo que no podemos aceptar
como sociedad es el malandraje y el hamponato de incivilizados vecinos que,
obnubilados por el amor a sus perros, creen que ningún otro puede alterar el entorno
que ellos mismos han orinado y decidido delimitar por un problema igual de
lamentable: creer que las calles les pertenecen. Ni la indignación
que causan las pintas en el Ángel de la Independencia, ni el incivilizado amor por
los perros, deben llevarnos a la indiferencia que nos está impidiendo ver y
entender realidades tan lamentables como la violencia de género y los
feminicidios.
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