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La intervención del Ángel al sonoro rugir de un clamor
Carlos Lara G.
Resulta difícil
intentar hablar desde la libertad sobre las pintas contra de los feminicidios realizadas
en el Ángel de la Independencia. Intentaré hacerlo teniendo la libertad de
expresión como principio y no tanto como derecho. Un principio que debe servir para
defender todo aquello en lo que no creemos y no solo aquello en lo que creemos.
No desde la corrección política, lo cual sería, como bien advierte Vargas
Llosa, contrario a la libertad misma. En lo personal, no estoy de acuerdo en las
manifestaciones que desembocan en daño al espacio público, en particular al patrimonio
cultural, como creo que nadie lo está. Sin embargo entiendo, defiendo y abrazo en
esta ocasión la causa. Creo que no podemos baremar los hechos a partir de lo estético,
lo ideológico, lo jurídico y mucho menos lo económico. No esta vez. Antes bien,
podríamos hacer una lectura en clave cultural, desde las atenuantes socioculturales,
si se me permite el término.
Para quienes nos
dedicamos a la defensa y promoción del arte y la cultura, es común ver la forma
en que el valor simbólico de un bien cultural ahoga cualquier pasado, cualquier
injusticia y cualquier reclamo. Estamos ante un grito desesperado que no
encuentra eco en las instituciones del Estado. Puedo entender, dando
por hecho que fueron las mujeres que participan en este movimiento quienes
realizaron las pintas, que hayan decidido intervenir, de forma vesánica si se
quiere, el adorado y simbólico Ángel de la Independencia. Ese monumento que es
parte central de la estatuaria pública que el Estado seleccionó para que los
ciudadanos adorásemos a la Nación.
Uno de los textos
más inteligentemente escritos que he leído sobre el patrimonio cultural de
nuestro país, Los arrebatos del arte; los
bienes culturales, entre la pasión privada y el interés público, de Miriam
Grunstein, con prólogo de Jesús Silva Herzog-Márquez, nos ayudaría a entender
lo ocurrido. El prologuista hace un recuento de diversas acepciones sobre esa ficción
fascinante que es la nación, a partir de destacados pensadores. Cito tres de
ellas: Un porvenir que solidariza (Ortega), una fraternidad imaginada
(Anderson), o bien, la simple voluntad de vivir en casa (Berlín).
La autora por su
parte, concibe y adopta esta ficción como “La matrona del patrimonio cultural”,
bajo la tesis de que no puede haber patrimonio cultural de la nación sin la
nación, que está, en efecto, autorretratada en bóvedas, colores, formas,
sonidos, edificios, calles, avenidas, parques plazas, plazoletas. Vamos, en el
propio Ángel de la independencia, rodeada de elementos simbólicos que sirven, tanto
para recrear nuestra identidad cultural, como para adorarle. Una nación que, si
bien es femenina, agrupa a toda una comunidad con historia y cultural. Esto es,
personas y comunidades que conviven bajo una organización política común, con un
territorio definido y órganos de gobierno. Por tanto, la nación, como sostiene
Grunstein, es la matrona de la cultura y las artes en nuestro país, una parte
de ella (la parte femenina podríamos decir), ha decidido no adorarle más, sino
utilizarla como lienzo para explosionar una demanda que ni esa organización
política común ni sus órganos de gobierno terminan de asimilar.
Una de las
provocadoras afirmaciones de Grunstein es la paradoja mexicana de que las
reglas que protegen el patrimonio cultural de la nación, han alejado, al
patrimonio cultural, de la nación. Es esa excesiva protección la que muchos
condenan en redes sociales, señalando que suele ser más importante un bien
cultural que la vida de las personas, en particular de las mujeres que están
siendo asesinadas y tienen razón. Es necesario comenzar a calcular los efectos
de las reglas, atendiendo este problema particular desde su origen y no desde sus
consecuencias. Coincido con la autora en que la legitimidad de la custodia en
la nación sobre los monumentos culturales, debe sostenerse sobre el eje de los
beneficios recíprocos, pero solo a condición de aceptar que en este caso, habremos de considerar una suerte de custodia compartida con quienes la intervinieron.
Creo recordar que
fue el maestro Rafael Cauduro quien describió el grafiti como el llanto de las
ciudades. Una metáfora pregnante que va más allá de las connotaciones
vandálicas que suele tener. En extensión, diría que las pintas en el ángel son
el llanto de esa parte femenina de la nación, que es también custodia
indirecta. Un llanto que no cesa. Hay opiniones en contra de estos hechos,
válidas. Hay quien ve el monumento, hay quien ve las consignas en él. Son
reproches no ideológicos, provenientes de lo más profundo de las entrañas de
mujeres que aún pueden gritar, que encontraron en el valor simbólico de un
monumento, el lienzo perfecto para hacer visible lo que normalizan ya las
estadísticas. El ángel comienza a ser el centro de un movimiento.
Estando en España
hace unas semanas, escuché decir a Óscar Camps, fundador de la ONG Open Arms,
el barco salvador de vidas que naufraga vergonzosamente por el Mediterráneo en
busca de puerto, que no temía a la condena de cárcel a la que se enfrentaba:
“de la cárcel se sale, del fondo del mar no” decía. Aquí estamos ante un caso
similar, la reparación del bien es reversible, la muerte no. Sin embargo, creo firmemente
que esta reversibilidad no debe ser una suerte de licencia para deteriorar de
forma sistemática nuestro patrimonio. Antes bien, creo que se debe comenzar a
calcular el efectos de las reglas, de la mano de una actuación efectiva de las
instituciones del Estado.
Acudamos al monumento,
no a ver, sino a apreciar las pintas, sin un criterio
estético, económico o jurídico: apreciémoslo no desde el estado de derecho, ni desde
el estado de ánimo, sino desde el estado de indefensión y desde la ausencia del
Estado. Dejemos de centrar la
atención por un momento, en el encanto del monumento; que su encanto no ahogue
esta manifestación legítima de descontento. Seamos capaces de entender que el
patrimonio cultura es también una realidad política; una realidad política en
constante construcción y restauración, donde lo inmaterial, lo imaginario y lo simbólico,
detonan la reconstrucción y restauración de lo material. En ese sentido, espero
que el ángel después de su restauración material no sea el mismo en el terreno inmaterial.
Espero también que el movimiento y las instituciones del Estado tampoco sean
los mismos, que todos hayamos aprendido algo de esta dolorosa intervención que
busca desesperadamente justicia y seguridad, para que la nación que habitamos
sea ese porvenir que solidariza, esa fraternidad imaginada, o bien, la simple y
legítima voluntad de vivir en casa.
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